sábado 20 de junio de 2009
El Niño de Tordesillas
Ficha: En octubre de 1977 un niño de siete años fue atacado por un misterioso artefacto a las afueras de Tordesillas (Valladolid) en presencia de varios testigos. A raíz de ser alcanzado por un haz de luz se inició un calvario que se tradujo en catorce operaciones a vida o muerte ante unas dolencias absolutamente desconocidas. Además física y psíquicamente, el muchacho experimentó una serie de fantásticos cambios.
Caso investigado por Iker Jiménez
EN 1994 TUVE LA PRIMERA NOTICIA referente a un hecho absolutamente incomprensible acaecido en la llanura castellana. Al parecer, y según escuché a determinadas personas cuya identidad no puedo revelar, un niño de tan sólo siete años había sido intervenido quirúrgicamente en catorce ocasiones tras toparse con un aparato metálico y reluciente de forma cónica que le lanzó algún tipo de radiación desconocida.
Desde ese mismo instante, la historia del «Niño de Tordesillas» se convirtió en una auténtica obsesión. En más de una oportunidad me aproximé a las tierras vallisoletanas en busca de datos concretos y evidencias que me demostrasen que no perseguía humo. Y he de admitir que las ganas de desistir a lo largo de esas correrías fueron muchas. Aquí y allá pregunté por el misterioso mozalbete, y nadie quiso o supo responderme. Así que, convencido de que me encontraba ante una mera leyenda o «bola de nieve » iniciada en un rumor y potenciada por los propios investigadores y ufólogos, decidí durante un buen tiempo renunciar a la búsqueda. A pesar de que otras muchas aventuras para la revista Enigmas y la televisión me mantuvieron alejado de dicho incidente, «algo» me mantuvo con el pensamiento fijo en la añeja e hipotética historia. Y la «casualidad», encarnada en el periodista Juan José Benítez, volvió a reclamar mi atención ante aquel reportaje eternamente pendiente.
Ese niño sí que existió. Yo mismo estuve en su casa. La historia es alucinante. De las más fuertes, probablemente, que han ocurrido en nuestro país.
Sus palabras fueron un auténtico resorte. Y apenas me importó que un aguacero traidor hubiese inundado parte del archivo del bueno de Juanjo. Decenas, centenares de documentos se diluyeron entre el agua y la búsqueda de los nombres y apellidos del "Niño de Tordesillas» resultó misión imposible. La investigación de J. J. Benítez en el lugar de los hechos se produjo a principios del año 1985, cuando viajo hasta el lugar como asesor de un programa del periodista Francisco García Novel, y la circunstancia de que jamás hubiese publicado nada, añadido a la lejanía temporal, fueron demasiados obstáculos para atisbar los detalles concretos del incidente. A pesar de todo, el presentimiento de que algo real había acontecido en aquel histórico rincón de Castilla fue suficiente para volver a ponerme en movimiento. Y la constancia obtuvo su fruto transcurrido un tiempo prudencial, en abril de 1998.
Paseaba aquella jornada de tibio sol por la inmensa biblioteca de los padres Dominicos de Arcas Reales, a seis kilómetros de la capital vallisoletana. Antonio Felices, un religioso dedicado en cuerpo y alma a la investigación OVNI desde que en los años cuarenta tuvo la fortuna de observar uno de estos aparatos, me dio, casi por casualidad, una nueva pista tras la que seguir como un sabueso. Me encontraba en esas tierras para elaborar un reportaje sobre «investigadores con sotana», una idea curiosa que quería plasmar en la revista a partir de entrevistas con varios sacerdotes que llevaban en su sangre la pasión por los no identificados. Finalizando la entrevista con el padre Felices, me fue inevitable el referirme a la historia del «Niño de Tordesillas»; no en vano me encontraba a menos de treinta kilómetros de donde se produjo aquel insólito caso. Y, para mi sorpresa, me di de bruces con la evidencia de que «algo extraño» había ocurrido en un solar de dicha localidad en los setenta, pero sin el menor atisbo de datos concretos. Y una mezcla de rabia e impotencia se apoderó de mí al coger el todo terreno para regresar a Madrid. Cuando ya metía la primera, vi por el retrovisor a Antonio Felices con su blanco atuendo dominico corriendo a través del patio. Tras hacerme varias señas con los brazos me hizo parar...
—Maeso, José Maesa se llamaba el chico... —me gritó a través de
la ventanilla...
—¿Ese es el niño agredido por un ovni—pregunté emocionado.
—No. Es un muchacho de Tordesillas que estudió aquí. Por el hecho de ser del pueblo y tener más o menos la edad de aquel charol es el mismo que puede saber algo... me indicó sudoroso mientras el cielo desplegaba sus primeros tonos oscuros.
Menos da una piedla —pensé para mis adentros—. Al menos había un nombre por el que pelear. Y así, mientras las nubes encapotaban el rectilíneo paisaje, recorrí a tocia prisa los kilómetros que me separaban de Tordesillas. No tenía ni un teléfono, ni una dirección... tan sólo una identidad perdida en un laberinto de casi veinte mil almas y una extraña e inexplicable sensación al encontrarme con algo objetivo tras cuatro años de andares de ciego. No podía dudar y una vez más decidí abandonarme a la aventura... era lo único que podía hacer para aproximarme a la increíble historia del «Niño de Tordesillas».
Tordesillas, Valladolid, 6 de abril de 1998, 20:59 horas
Dos relámpagos iluminaron toda la calle, y por enésima vez me pregunté qué demonios hacía en aquel lugar. Varios asuntos de urgencia me reclamaban en Madrid esa misma tarde, pero, como si fuese manejado por una fuerza absolutamente indescriptible, volví a iniciar una frenética carrera entre los charcos sin mirar atrás hasta perderme por las callejuelas ya oscuras de la barriada de San Vicente.
Algo me indicaba que esta vez no iba a fallar, que la gran aventura de encontrar al que durante años se había convertido en mi más anhelado testigo, iba a hacerse realidad esa noche en que Tordesillas se encogía por el frío. Un paso de semana Santa, flanqueado por los alargados capirotes de los nazarenos, rompió por unos instantes el silencio en el que llevaba inmerso unos minutos. La oscuridad reinaba hace ya un tiempo, y las vueltas y revueltas en aquel laberinto simétrico de ladrillo se prolongaban lo indecible.
Buscaba, aunque parezca increíble, a un niño que a punto estuvo de «irse al otro barrio» tras un nada agradable encuentro ovni. Entrada la noche, y gracias a las fortuitas indicaciones que obtuve tras hablar con José Maeso, un «milagroso» amigo con el que este periodista siempre estará en deuda, pude dar con el modesto hogar donde se vivió hace veinte años el caso más increíble y alucinante del que jamás he tenido noticia. José me confesó en su domicilio que la historia que se rumoreaba era absolutamente real y que él llegó a conocer al infortunado muchacho. Se llamaba Ángel, o Martin... ahora no recuerdo bien. Pero sí que es cierto que caminaba por el pueblo siembre con heridas y vendajes. Estuvo a punto de morir varias veces. Creo que los podrías buscar en un barrio del pueblo. Es una zona que no conozco bien... pero se le podría localizar preguntando por la familia de «el churrero». Su padre tuvo una churrería bastante popular aquí...
Dicho y hecho. Con la adrenalina hasta las cejas, confiando en que el muchacho cada vez estaba más cerca después de tanto tiempo dudando acerca de su existencia, me puse a caminar hacia el lugar indicado hasta dar con la sombría y solitaria a aquellas horas calle Valencia.
No pude, al colocarme frente a la puerta del número 22, mientras la lluvia me calaba por completo, sino recordar los cuatro años de falsas pistas, errores y ganas de abandonar transcurridos antes de llegar hasta allí. La historia del «Niño de Tordesillas», por derecho propio, se había convertido en una auténtica cruzada personal. En un reto clavado en lo más hondo de mi orgullo como periodista. Durante mucho tiempo pedí ayuda e intenté aproximarme por todos los medios a la agresión ovni más espectacular e impresionante ocurrida en nuestro país, pero el silencio y la ausencia total de datos fueron las únicas respuestas. Quizá por eso, una emoción intransferible me recorrió de arriba abajo cuando se abrió la puerta y me encontré de frente con las miradas adustas de un hombre y una mujer que, visiblemente extrañados, debían preguntarse sin hablar por las extrañas intenciones de aquel individuo que había llegado hasta su puerta tantos años después. A aquellas horas y en medio del violento temporal lo lógico era desconfiar...
Después de cuatro viajes y muchas horas en compañía de Antonio Rodríguez y su esposa, Feli Rodríguez, una sincera amistad se ha abierto entre nosotros. ¡ Pero qué diferentes fueron aquellos primeros minutos! Al preguntarles si ellos eran los padres del niño que según se rumoreaba fue «atacado» por un misterioso objeto volador, sus rostros cambiaron y se tintaron de ira. les faltó un segundo para darme con la puerta en las narices o para soltarme a los perros... pero quizá también les sobró humanidad para consentir que aquel forastero preguntón agarrase una gratuita pulmonía. Me hicieron pasar y comprendí que ya no había lugar a la duda. Esta era la misma vivienda adonde llegó el desvanecido «Niño de Tordesillas» tras su alucinante encuentro.
Ya en la estrecha galería donde los Rodríguez tenían instalado su cuarto de estar noté cómo a Feli se le humedecían los ojos. Tras bajar la mirada exclamó: ¡A nuestro Martín le atacó aquella cosa... y desde entonces ya nada ha vuelto a ser igual para nosotros! Era algo que llevaba muchos años esperando escuchar. La confirmación definitiva de que la historia que perseguía no era ninguna leyenda ni macabra fábula. Ante mí estaban las dos personas que aquella inolvidable noche del jueves primero de octubre de f 977 vieron cómo su hijo llegaba inconsciente, en volandas y transportado por otros compañeros de juegos que no cesaban entre llantos de gritar:
¡A Martín le ha atacado un coche volador!...
Feli y Antonio, personas hechas a sí mismas en las más duras labores, han tenido una vida de esfuerzo y lucha para sacar adelante a sus ocho hijos. Por fortuna, todos viven hoy sin problema alguno, pero eso estuvo a punto de cambiar aquel maldito día en que Martín Rodríguez Rodríguez, de siete años de edad, entró súbitamente en estado de coma tras tener un insólito encuentro con un aparato metálico que, semioculto, había aterrizado en un viejo pajar sin techos situado a unos cien metros del hogar.
Emocionado, escuchaba a los progenitores del para mí ya mítico niño, mientras el viento azotaba las arboledas oscuras del patio y mi bolígrafo echaba humo anotando datos y datos de una historia que se me antojaba alucinante, apasionante y absolutamente real.
Poco a poco, los padres de Martín fueron abriendo sus sentimientos para recordar con nitidez algo que nadie les logrará jamás borrar de la memoria. Esto ha sido un auténtico calvario—me decía Feli, mientras miraba una y otra vez uno de los dibujos que Martín hizo en su día para retratar al misterioso «coche volador»— me he pasado seis años sentada junto a la cama del hospital viendo cómo mi hijo se iba para el otro mundo por culpa de aquello. Eso sólo una madre puede saber lo que es. 'Toda nuestra vida la destrozo aquel maldito «coche volador». Y me pregunto, ¿por qué a nuestro hijo?, ¿por qué nos tuvo que pasar a nosotros?...
Estaba sobrecogido. En la mesa camilla comenzaron a aparecer los dibujos y los recuerdos de aquella fatídica noche de octubre. Ya había dado el primer paso, pero quedaba el definitivo salto mortal.
Según me confesaron los padres, Martín Rodríguez, el niño al que habían operado catorce veces a vida o muerte tras ser atacado por un OVNI, había sufrido lo indecible. Al parecer, no quería recordar ni que nadie le hiciese revivir aquel infierno. . y por eso no me iba a ser nada fácil llegar hasta él. En aquellas jornadas de Octubre fueron varios los curiosos y periodistas locales que se «colaron» en la casa de los Rodríguez dispuestos a comprobar por sí mismos la verdad sobre el rumor que había conmocionado al pueblo. Fueron jornadas de molestias, de disputas y prácticamente de enfrentamientos directos entre la avidez morbosa de algunos y el intento de una humilde familia por preservar su intimidad.
Las horas transcurrieron lentas, y quizá, temiéndose que jamás me iría de aquella casa sin antes alguien no me decía dónde podía encontrar a aquel muchacho, Feli y Antonio me mostraron un arrugado papel donde aparecía una dirección de Valladolid capital. Tú verás lo que haces, me dijeron casi al unísono. Y la verdad es que poco más pudieron añadir. Confiando totalmente en que esa misma jornada iba a tener delante al «Niño de Tordesillas», me lancé sobre las carreteras de la vieja Castilla dispuesto a hacer aquella entrevista por la que desde hacía años hubiera dado todo lo que tenía. No había un segundo que perder...
Paseo de Zorrilla, Valladolid, 23:40 horas
LA voz de Martín Rodríguez Rodríguez, natural de Tordesillas y de 28 años de edad, sonó clara y segura a través del auricular. Mentiría si no reconociese que los nervios me estaban devorando. Con sumo cuidado intenté comunicarle que mi intención iba más allá de publicar su caso. Y era cierto. Esta aventura se había convertido con el paso del tiempo en algo mucho más importante que todo eso.
Desde la perspectiva periodística y humana, la historia de Martín representaba para mí una gran evidencia. Una de esas con las que es difícil toparse. Y quizá por eso me desarmó el aplomo del que hizo gala mi interlocutor. Un silencio prolongado y un enérgico voy para allí me dejaron con el teléfono pegado al oído y más rígido que el mejor de los mimos. «El niño de Tordesillas» había aceptado de buena fe el envite y parecía dispuesto a hacerme partícipe de todo aquello que vio y sintió como protagonista de una de las más insólitas aventuras acaecidas en nuestro país.
Cuando llegó y se sentó frente a mí no pude disimular la emoción. Su sinceridad, su amabilidad y, por encima de todo, su inmensa humanidad, me atraparon por completo. Y así, mientras en el exterior silbaba el helado aire castellano y las luces de la ciudad se iban apagando, periodista y testigo nos quedamos, con una pequeña mesa de por medio, reviviendo detalle a detalle aquella trágica tarde del 1 de octubre de 1977.
Martín Rodríguez Rodríguez, de siete años de edad, salió aquella tarde del colegio comarcal de Tordesillas y, en compañía de otros tres amigos, se dirigió hacia la calle de Valencia, en la barriada de San Vicente, donde vivía. Vestía pantalón vaquero y un jersey «de ochos» que su madre le había tejido hacía pocas fechas. Tras dar una vuelta en bici por los descampados que rodean la zona, Martín penetró de nuevo en el hogar para pedirle la merienda a su madre. Feli, que lo ve sudoroso y agitado, le indica que descanse un poco y le prepara una rebanada de pan con crema de cacao.
Inmediatamente, y siendo las ocho menos cuarto de la tarde, regresa a la calle donde le esperan varios amigos con los que comienza el juego del «bote la malla», una especie de suerte del «escondite» muy popular en la región. Pasan las horas y la diversión se prolonga con la noche estrellada sobre la barriada. El clima es templado y el aire apenas perceptible.
Martín Rodríguez y Fernando Carabelos, un vecino de la misma calle y compañero de clase, corren hacia el viejo corral próximo a la carretera N 122. Valladolid-Zamora, en busca de un refugio lejano para no ser descubiertos. Las voces del resto van alejándose y los dos amigos doblan la esquina de la calle, linde natural de Tordesillas, reduciendo su marcha poco después convencidos de que va a ser prácticamente imposible que «el que la lleva» dé con ellos.
Caminan los muchachos en paralelo a la pared de un inmenso corral ya en desuso y cuyas tapias de adobe aún se alzan firmes en medio de la llanura. Era bastante común que algunas personas con dudosas intenciones se refugiasen en él cuando caía la noche, por eso Martín cogió una piedra del suelo y la lanzó con fuerza por encima del muro. Un sonido seco y semejante «a la chapa de dos automóviles cuando chocan» se escuchó ahogado al otro lado. Aquello sonó a algo metálico —recordaba Martín—, y lo que nos dejó con la mosca detrás de la oreja era que el sonido no era el mismo que surgía cuando a veces le dábamos a una antigua máquina de labrar que allí estaba aparcada desde bacía años.
Haciendo gala de gran arrojo, Martín se adelantó a Fernando y, casi a tientas, penetró en la negrura del corral dispuesto a ver contra qué clase de «hierros» había impactado su pedrusco. No le hizo falta caminar mucho para descubrir que, junto de las paredes, como agazapado y escondido, un misterioso artefacto parecido a una gran «lágrima de metal» estaba esperándolo. Sostenido sobre tres gruesas patas, la misteriosa máquina parecía envuelta en mil y un colores que llegaban a hacer visibles las vigas y recovecos de aquel corral sin techo...
La historia del «Niño de Tordesillas» me ha obligado a viajar en muchas ocasiones hasta este bello rincón de la Ribera del Duero. La primera vez que pisamos juntos el lugar de los hechos resultó inolvidable.
Los ojos se volvieron cristalinos y el desasosiego se apoderó del rostro. En el mismo sitio, con las paredes del viejo corral como derruidas testigos de aquella historia, Martín revivió lo sucedido con claridad sorprendente. Me agarró firme del brazo y mirando al frente me dijo "allí estaba»...
Y efectivamente, un objeto de unos 2.80 metros de alto y 1,95 de ancho se encontraba posado en tierra emitiendo un sonido muy tenue. Tres ventanas circulares a modo de «ojos de buey» por las que surgía una luz muy parecida a los colores rosas y azulados de las pompas de jabón parecían escrutarlo desde la oscuridad. La forma del ovni, según los testigos, era como una pera metálica o como el gorro típico de Semana Santa pero más ancho por su base. Las patas, aferradas al suelo, tenían una serie de líneas en zigzag que las recorrían de arriba abajo. En pleno centro de su estructura, una puerta dividida en dos como las de los ascensores, se dibujaba cerrada y con un color metálico brillante. Asimismo, y en el lateral derecho, una especie de tobera formada por varios cilindros sobresalía envuelta en una especie de vapor condensado.
La escena, absurda e incomprensible, se prolongó unos instantes hasta que el artefacto comenzó a elevarse con un movimiento de balanceo, observándose entonces una especie de «pinchos» en la base de las patas que habían permanecido hasta ese instante clavados en la tierra. Fernando fue el que saltó hacia atrás a la desesperada e intento agarrar a Martín para apartarlo de un halo de luz que surgía del centro del objeto. Pero no pudo hacerlo. El muchacho había quedado atravesado por un haz fino y semejante a las líneas de luz solar que se ven a través de las persianas que cruzaba la estancia y le traspasaba el abdomen. Fernando, visiblemente asustado, intentó un y otra vez «quitar los rayos» del cuerpo de su amigo, pero fue en vano. Acto seguido salía al exterior gritando para avisar a los demás preso de una gran histeria. Dentro del viejo corral, Martín continuaba con las manos aferradas al estómago, pero sin poder zafarse de una daga de luz que lo mantenía allí sujeto. La sensación que tuve —me confesaba en la posición exacta en la que recibió el impacto—fue de que algo se me metía en el interior de la tripa. Algo que me dejaba enganchado sin permitir moverme adelante ni atrás. Fue entonces cuando comencé a marearme y a sentir que se me iba el sentido. Esa fue la última imagen que tuve. Creo que caí hacia atrás al tiempo que aquello aceleraba recto y en vertical hacia el cielo mientras las patas se metían dentro del aparato.
Efectivamente, el grupo de muchachos alertado por Fernando encontró a Martín tambaleándose, semiinconsciente y sin poder articular palabra. Su color se había vuelto amarillo, y las pupilas habían quedado totalmente dilatadas. Temiéndose lo peor, la comitiva transporta en volandas el cuerpo de Martín y suben con él por la calle Valencia en una dramática procesión. A su paso por las viviendas, diversos vecinos salen al exterior asustados ante el griterío que se está formando. Antonio Rodríguez se encontraba colocando unos azulejos en la cocina cuando oye» alboroto al otro lado de la puerta.
Al abrirla se encontró con la gente transportando a un Martín irreconocible. La tonalidad de la piel y el hecho de que no respondiese ante ningún estímulo exterior provocó el pánico en la calle y en el hogar de los Rodríguez. A pesar de todo, Antonio, en compañía de un viejo amigo de nombre Eloy, logran llegar al lugar del aterrizaje y comprueban asustados como han quedado en el suelo tres marcas humeantes en posición triangular donde la tierra parece haber sido abrasada por algo. Tras rellenar una bolsa de plástico con cierta cantidad, regresan a la casa a toda prisa para atender al enfermo. Ya en el domicilio, la tierra negruzca será observada por un minero profesional, Olegario García Vega, quien asegura no haber visto nunca nada parecido dado el tremendo olor a azufre que aquello despedía.
Las primeras observaciones médicas realizadas por los médicos de Tordesillas no logran averiguar el motivo de su estado, por lo que se le ingresa en el hospital Onésimo Redondo de Valladolid. En un primer momento, los doctores Blanco, Llorente y Medrano consideran que la recuperación puede efectuarse en el domicilio, pero el agravamiento progresivo de las dolencias, la pérdida de visión y los vómitos constantes, hacen que finalmente el «Niño de Tordesillas» pase a quirófano y se le efectué la primera operación. En los informes médicos a los que he tenido acceso no se deja lugar a la duda.
La gravedad es extrema y las intervenciones quirúrgicas se suceden una detrás de otra. El doctor Martínez Portillo, jefe clínico de neurocirugía, deja plasmado en el historial médico que Martín ingresa en estado de coma. Es el inicio de un calvario que nadie esperaba en un muchacho que hasta el momento había disfrutado de una salud a prueba de bomba.
Con tan sólo siete años, Martín Rodríguez sufrirá en su cuerpo varias operaciones a vida o muerte. Gracias al buen hacer de los doctores Martínez Portillo y Jesús Estévez, se salva la vida del muchacho, pero las «recaídas» constantes hacen que se convierta en triste rutina el observar al chico ingresando de nuevo en estado de coma por los pasillos del hospital. Precisamente el doctor Estévez, totalmente destrozado, declaró a los padres de Martín en una de las operaciones su casi seguridad de que sería imposible sacarlo con vida del quirófano.
Pero, de modo igualmente sorprendente, el enfermo se recuperaba en cuestión de días ante la sorpresa generalizada. Martín me aseguró que en el colegio se llegó hacer una colecta para comprarme orlas de flores. Cada niño puso cinco duros. Cuando llegué a Tordesillas me di cuenta de que me habían hecho la mortaja. Aquello no se puede olvidar. Lo que ocurre es que había vuelto a salvarme... y esta vez nadie lo esperaba. Todos me daban ya por muerto...
En este rosario de dramáticas operaciones, el cuerpo de Martín comenzó a verse surcado por decenas de costuras y cicatrices. El cráneo, abierto en trece ocasiones por el modo de trepanación, y un sistema valvular, colocado tras advertirse «estenosis a nivel del acueducto en su tercio superior», convierten su cuerpo en un lugar marcado por los bisturíes. Posteriormente se le harán pruebas diversas, como la implantación de una válvula artificial «Shunt» —intervención obligada por el extraño desarrollo prematuro que habían sufrido algunas partes del cuerpo— o la inclusión de aire a través de vía lumbar. A pesar de todo, las cefaleas, la pérdida de visión y los vómitos volvían a sorprender al chico en cualquier lugar transcurrido un periodo de tiempo, haciéndose inevitables nuevas intervenciones para revisar todo el sistema valvular.
Antonio, su padre, recordaba amargamente cómo llegaba a tener las maletas preparadas en una de las habitaciones. Lo imprescindible para salir a toda prisa en el momento que nos dijeran que Martín volvía a entrar en coma. Aquello fue un infierno, hubo una semana, en abril de 1979, que hasta tuvieron que operarlo tres veces. Lo increíble es como el cuerpo del chiquillo aguantaba aquello. Eso era lo inexplicable...
En el hospital Onésimo Redondo el pequeño Martín se hizo en el cariño de todos. No sólo de los doctores que en diversas ocasiones lo intervinieron y que llegaron a interesarse, según me confesó Antonio Rodríguez, por la «historia del ovni», sino incluso de personas como la enfermera Estefanía Esteban, que durante meses se convirtió en permanente amiga del «Niño de Tordesillas».
Catorce intervenciones quirúrgicas marcadas en el cuerpo del muchacho hicieron que Martín tuviese una infancia difícil. Con aparatosos vendajes y no menos espectaculares cicatrices se le veía caminar por el pueblo ayudando a su padre, que con un carro de madera vendía caramelos a las puertas de los colegios.
Y fue precisamente allí, en el centro escolar, donde descubrí otra de las claves de tan increíble historia...
Don Anselmo, don José Luis y don Tertuliano, profesores del colegio comarcal de Tordesillas, nunca consideraron a Martín un buen estudiante. Casi siempre más preocupado por echar una mano a los suyos, no disponía de mucho tiempo para los libros. Las constantes operaciones a las que fue sometido tras su encuentro con el ovni hicieron que su asistencia fuese disminuyendo hasta hacerle perder el ritmo de todas las asignaturas. Sin embargo, en uno de los periodos entre intervenciones en quirófano, nuestro protagonista sufrió un extraño cambio que, de la noche a la mañana, lo convirtió en un aplicado estudiante que aprobaba los exámenes sin la menor dificultad. Como un tesoro, abrí el libro de escolaridad de Martín Rodríguez y entre sus páginas descubrí que lo que me decían era absolutamente cierto. El «Niño de Tordesillas» parecía haber despertado al mundo del conocimiento, y absorbía conceptos con una rapidez y claridad que dejaba perplejos a los profesores. Aprobaba todas las asignaturas y, además, ganó varios diplomas de dibujo y poesía cuando nunca anteriormente había sentido mayor interés por estas temáticas.
Llegó hasta un punto que comenzó a resolver problemas matemáticos de otros cursos y acabó aprobando dos años en uno sin el menor esfuerzo, cuando antes tenía serios problemas en cada una de las materias.
No se que ocurrió en esa etapa- me indicaba Martin junto a las verjas del colegio—, pero la verdad es que tenía interes por cualquier cosa; cogía barro y me ponía a hacer increíbles esculturas.
Y lo mismo con las matemáticas, el lenguaje, la lectura... Recuerdo que cuando apenas empezábamos a dividir, yo salía a la pizarra y hacía divisiones por cuatro cifras. Era como si de repente tuviese la necesidad y la urgencia de aprender todo tipo de cosas...
Caminamos juntos en paralelo a la nacional 122 para regresar, una vez más, al lugar de los hechos. Ni él ni yo sabíamos a qué clase de energía había estado sometido, qué intenciones tenía aquel aparato ni cuál era su verdadera naturaleza. La única seguridad que compartíamos en aquel momento es que algo inexplicablemente real había ocurrido en el descampado.
Apreté fuertemente la bolsa donde Antonio Rodríguez me había depositado parte de la tierra calcinada que durante dos décadas había sido guardada como el mayor de los tesoros, y volví a escuchar las palabras de Martín abriéndose paso en la noche...
Iker, a mí me gustaría volver a verlo otra vez... ¿porque no? Pero por nada del mundo querría pasa r el calvario de aquellos días. Esa «cosa» marcó mi vida. Alguna gente me creyó y otros se rieron de mi.
Eso fue lo doloroso. Pero yo sé la verdad... y es como si lo estuviese viendo ahora... Mientras viva ya no lo podré olvidar. Sé que es difícil de entender... pero me gustaría tanto volver a verlo y saber de dónde vino.
—De verdad que te entiendo. A mí también me gustaría verlo —le respondí clavando la mirada en el suelo.
Y allí, en aquel mismo lugar, me sorprendieron las sombras a la vera de Martín Rodríguez, que tiene 28 años y trabaja como albañil para sacar dignamente adelante a su mujer e hijo. A pesar del tiempo transcurrido, en su cuerpo y recuerdos aún permanecen frescas las cicatrices que le dejó aquel misterioso objeto que también parecía jugar al escondite. Su entereza y su fuerza interior le han hecho superar todos los obstáculos y encauzar una vida plenamente normal.
Pero, según pude comprobar, hay algo que le ha sido imposible dejar atrás: la curiosidad y la imperiosa necesidad de saber qué tuvo delante aquella jornada de 1977. Un interrogante que tantas madrugadas le ha hecho despertarse envuelto en sudores y angustia. Una duda que esa fría noche, en aquel paraje desolado, perseguíamos con la misma ansia y nos hacía sentirnos, a testigo y periodista, absolutamente unidos por unos lazos imposibles de describir con palabras...
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